Durante las vacaciones familiares, en la infancia, no solíamos viajar al
puerto de Veracruz. El destino regular era Acapulco, que terminó por ser un
fastidio debido a la repetición. Empecé a viajar a ese estado cuando trabajé y
pude decidir sobre el lugar de mis vacaciones. Lo frecuentaba debido a la
cercanía, ya que siempre he vivido en el Distrito Federal. Y también porque
siempre hace buen clima, salvo cuando hay situaciones meteorológicas fuera de
lo normal. Pero la carretera es generosa y no presenta mayores complicaciones
al paseante. Luego viajaba con más frecuencia porque al sur del estado, entre
el puerto de Veracruz y Alvarado hay hoteles que aceptan perros. Ya estaba
casado con Tania y teníamos a Luca. A fuerza de visitar el puerto y buscar qué
hacer, das con el acuario, un sitio magnético. Es uno de los pocos puntos
turísticos que ofrecen siempre una sorpresa al curioso. Impacta su sobriedad y,
a la par, el funcionamiento de las instalaciones.
Por aquel tiempo me renacía una fiebre por la pintura y por la luz
como posibilidad de forma. En la adolescencia quise ser pintor o dibujante. Me
admiraba ante los cuadros insólitos de Salvador Dalí y Óscar Domínguez, y con
los años descubrí el refinamiento de Lucian Freud y Edward Hooper. Imagino que
es un tránsito natural. Hay pintores que son los anfitriones de la historia del
arte, y seducen de manera irremediable. Y otros más que esperan silenciosos en
los corredores de la galería a ser descubiertos por los entusiastas que exploran
más allá de las salas más chispeantes.
Este diálogo con la pintura desembocó en una búsqueda permanente de la
forma. Los acuarios se cruzan en esta travesía porque es dable suponer una
curaduría de las peceras y estancias en donde nos admiramos ante formas de vida
fabulosas. El manejo de la luz determina nuestro entendimiento de estos seres
que andan a placer en el limitado espacio de su confinamiento. Debido a su
proximidad y al considerársele un entretenimiento infantil, incluso,
desacreditamos de antemano la experiencia estética que ofrece una visita al
acuario. Pero esto es una ingenuidad. En sus paredes, centradas en ofrecer
información clara al visitante, hay opción de idear un juego y armar la
disposición de peceras y placas con datos para que esta exploración derive en
una aventura del espíritu. Predomina el azul, es cierto, pero desde los
contenedores brotan los colores de los peces, camarones y otras formas de vida.
Luego, la iluminación del interior transporta al asistente a una catedral en
miniatura, en donde los episodios bíblicos y las historias de santos y beatos
figuran narradas en espacios apenas distinguibles.
Es una caminata que en esta distinción pausada –porque ha de andarse a
paso lento– revela aspectos inusitados de tal o cual animal. Son pinturas vivas
que se reordenan de manera constante y su carácter orgánico impide la
repetición. Al entrar, el sonido se transforma y queda el eco de burbujas que
proveen el oxígeno necesario a los peces. El fluir del malecón y los vendedores
de coco queda afuera. Es tiempo de proveer al ánimo de una experiencia
singular. Lo he visitado en múltiples ocasiones, y siempre es muy concurrido.
Acuden de las escuelas y la algarabía de los pequeños determina lo mismo el
paso de la marcha que la posibilidad de detenerse a leer los hábitos
alimenticios de la nutria.
Me llega a la memoria una visita en particular porque el lugar estaba
solitario. Viajamos en “temporada baja” y apenas había algunos individuos en el
puerto, que se queda en pausa sin el flujo turístico. La vendedora de boletos
leía una revista del espectáculo, y nos extendió las entradas con un hartazgo
tristísimo. Intuyo que dormitaba, y se lo dije bromeando. Increíble que la
hilera acordonada para contener al menos a cien personas estaba sola. Entrar fue
lo que imaginaba: una experiencia sobrecogedora. Creí descubrir que los
animales adoptan otra postura cuando no son observados, incluso tan elementales
como camarones o peces muy pequeños.
Unos duermen; otros buscan alimento debajo de alguna roca; otros más
mueven las aletas para contrarrestar los efectos de la corriente que genera el
suministro de oxígeno. Todos, no obstante, celebraban la vida. Así me lo
pareció. Me di tiempo de leer las placas de información. Los extractos de latín
me hacían recordar a Tito Livio, que aun sin tenerlo a la mano supuse que no
habría una sola línea en los volúmenes de la Historia de Roma que
hablase de acuarios. Habrán tenido estanques y peceras, pero jamás acuarios.
Porque esto exige tecnología. Me hallaba ante una práctica que podía leerse
como un diálogo con la modernidad y su sed de contener la vida para
preservarla. Imaginamos que este espectáculo nos insuflará el gusto por cruzar
el tramo de tiempo que nos es dado vivir. Otra secuela de la persecución de la
inmortalidad.
Pero según haces el recorrido, las formas de vida se vuelven más
complejas. El uso de la luz, en cada estanque, subraya aspectos del entorno. Es
una iluminación que no genera calidez. Un rayo diseñado con tecnología para
emitir la luz ultravioleta que necesita el ecosistema. Y esto crea formas que
bailan sin descanso. Es una pintura viva e interminable. Los peces se reorganizan
y chocan entre ellos. Dibujan recorridos cuya trayectoria se disuelve aunque
engalana las posibilidades que ofrece la acumulación de agua. Van y vienen en
una coreografía improvisada que se organiza y deja de hacerlo al minuto
siguiente. Luego aparecen los animales mayores. La forma insólita de los
tiburones que acaso sean animales inofensivos, por ejemplo, pero cuya fama de
carniceros se ha vuelto legendaria. Estos se dejan acariciar por otros peces y
abren los ojos con gesto cansino para admirarse de quién lo hace y por qué.
Pero el ritmo del agua es un masaje. Duerme todo al instante. Llama al sopor.
Es una música del sueño. El visitante queda maravillado y comparte la
experiencia sensorial de esta tranquilidad, que es una operación alquímica. Imposible
abandonar un lugar semejante siendo idéntico. Se reserva para el final la
experiencia superlativa: una pantalla enorme cuyo propósito es darnos una idea
de la vida en el océano. Quedan atrás los estanques minúsculos y accedemos al
gigantismo. Aquí habitan las especies más grandes. El espectáculo de la
convivencia transporta al sigilo. En la estancia reina el silencio, esa música
que imaginamos debe escucharse al contar con oídos debajo del océano. Pero esto
sólo es posible conquistarlo a partir de la imaginación, porque nuestro
universo sensorial es limitado. Apenas se escuchan algunas frecuencias. El
reflejo de los cristales es una frontera del ser.
De las ocasiones anteriores en que habíamos visitado el acuario,
ninguna resultó tan siniestra como esa. El propio Luca se sentó con nosotros
–porque hay unas gradas, a la manera de un show– y preguntaba sobre tal o cual
pez. Fueron minutos turbios. El silencio se impuso, al final. Balbuceábamos,
entre nosotros, como si pudiesen oírnos y esto les molestara. Y señalábamos
aquí y allá. En los estanques el tiempo se congela aunque transcurre eterno. El
estallido de colores, efecto de la luz, no deslumbra a los visitantes aunque
los estremece. Es una admiración que gravita sobre ti aun cuando ya hayas abandonado
el sitio. Adyacente a la experiencia religiosa, aquí los númenes adoptan formas
marinas y no le hablan a sus acólitos. Sólo por accidente algún pez se acerca
al cristal, y busca la forma que intuye del otro lado. Somos lo “otro” para
ellos. La realidad aparente, fantasmagorías de siluetas que se emborronan según
otra forma cruza este escenario de la contemplación. Es un teatro que permite
la oración y aun la motiva. Algún visitante ocasional interrumpía estas
reflexiones. Tomaban fotografías y celebraban no sé qué. Un ir y venir distinto
y a la par idéntico al que transcurría dentro de la pecera. Porque nos
diferencia la posibilidad que tenemos de idear la noción de la diferencia, y es
posible que sea uno de los conceptos más erráticos que se hayan perfilado. Ahí
estaban ellos, en ese mutismo milenario que sin pronunciar palabra, expresa.
Los Peces rojos, óleo de 1911, no es una de las obras de
Matisse que se recuerde con especial atención. Y aun con todo volvió a
reproducirlos en Interior con peces y en muchos esbozos más. Esto en
1914. Quizá habría llamado su atención el contraste de los peces rojos en
interiores con decoración austera. Percibió el diálogo, y deseó confesarlo. Le
dije a Tania que el pintor francés hubiera sido feliz de haber admirado aquel
espectáculo, aunque no le dije los cuadros que recordaba. Eso motivaría darle
más detalles e interrumpir el silencio sobrecogedor de la estancia. Pero a él
le preocuparon los peces rojos. Y ahí estaban ellos, frente a nosotros, en su
danza interminable. Flâneurs líquidos: vagabundos de la monotonía.
Al salir nos recibió un golpe
de luz. Habíamos estado en las entrañas plácidas de un océano imaginario. La
soledad del acuario se reprodujo en la calle. En tanto manejaba con dirección
al centro, para cenar mariscos y fumar un puro de producción local, le dije a
Tania que en el futuro visitaríamos el acuario de la ciudad a la que fuésemos.
Se declaró conforme sin saber qué le decía pues lidiaba con Luca para
abrocharle el cinturón de seguridad, y él hablaba de las nutrias. Luego se
enteraría de lo que prometió. No recuerdo haber probado un mejor ceviche de
pescado. ♦Por Luis Bugarini