Carnaval en Coyolillo |
Aunque soy de raza Conga,
yo no he nacido africano;
soy de nación mexicano,
y nacido en Almolonga.
El Negrito Poeta
No debería sorprendernos: en este país, acostumbrado como pocos no sólo a
negar sino a tornar invisible la diferencia –me refiero a la legendaria y
abyecta práctica del ninguneo–, hablar de la tercera raíz, es decir, de la
africanía que conforma en gran medida nuestra identidad tanto biológica como
cultural, resulta en el mejor de los casos una extravagancia y, en el peor, un
descubrimiento. La historia del negro en México durante los casi quinientos
años transcurridos desde la invasión española es la historia de una terrible
injusticia. Fueron los inmigrantes africanos llegados al Nuevo Mundo en tiempos
de la Colonia quienes construyeron edificios, puentes y ciudades y quienes
trabajaron a lomo partido –junto con los indios– la tierra, los mares y hasta las minas, dando
rostro, población y fundamento a la Nueva España.
La deuda histórica, moral, política y sobre todo
cultural que tenemos con los descendientes de aquellos hombres y mujeres es
impagable por una razón categórica: pensar en “negros puros” como algo más allá
de “nosotros” es un sinsentido porque la herencia negra nos habita plenamente.
Ser mexicano es ser europeo, indígena y africano. Sólo una mente envenenada,
resentida o sobre todo ignorante podría negar la presencia de un pueblo que ha
dado, entre otras cosas, los sones, la rumba o el danzón en la música; la
horchata, los moros con cristianos y los tostones de plátano en la cocina, y el
pelo rizado, los dientes blanquísimos y los labios carnosos en la genética. La
negritud en México, como en buena parte del mundo, ha sido un ritmo cardinal.
El sabor de su presencia es una mezcla entre danza, sonrisas y alas.
No debería sorprendernos: el mestizaje mexicano,
maridaje reduccionista entre indio y español tan cantado por los delirios
cósmicos de José Vasconcelos, vive y vivirá desgarrado mientras no integre de
manera absoluta al continente trágico y maravilloso que nos ha legado, junto
con su cultura, una manera alegre e infinita de ser en el mundo: vivir
vibrando.
Las
raíces olvidadas
A diferencia de países como Brasil, Colombia, Cuba,
Panamá o Venezuela que cuentan por un lado con agudos problemas de inclusión
social y racismo así como con un vivo interés y una hibridación cultural que
los define neurálgicamente por el otro, en el caso mexicano la presencia negra
ha sido soslayada fundamentalmente por ignorancia, al grado de que sea posible
escuchar barbaridades y sandeces del tipo “en México no hay racismo porque no
existen los negros”. A estas alturas resulta vergonzoso que el único lugar del
negro en buena parte del imaginario nacional siga siendo el ribeteado por las
travesuras de Memín Pinguín, los casi extintos recuerdos de Zamorita (mexicano
por adopción y autor de la mágica “Bómboro quiñá quiñá”) o los ya lejanos temas
entonados por Johny Laboriel, entre ellos “Melodía de amor”, que lo volviera
estrella juvenil con Los rebeldes del rock.
En 1946 el justamente célebre antropólogo tlacotalpeño
Gonzalo Aguirre Beltrán, similar en importancia histórica a la figura que
desempeñó Fernando Ortiz en la negritud cubana, publicaría la obra capital de
los estudios afromestizos mexicanos. La población negra en México
sería la piedra de toque y la develación de una realidad tan evidente como
olvidada que, si hubiésemos leído con atención, nos habría hecho conscientes al
respecto de la relevancia del México negro, su influencia como factor dinámico
de la aculturación y la innegable supervivencia de sus rasgos culturales.
En su opinión, durante los siglos XVI y XVII habrían
ingresado al país cerca de 250 mil negros de Senegal, Gambia, Nigeria, Angola, el Congo y Costa de Marfil, principalmente, aunque de acuerdo
con la especialista Luz María Martínez Montiel la cifra habría ascendido hasta
800 mil debido al tráfico ilegal y la trata de esclavos clandestina.
La presencia negra habría sido muy superior a la de
los conquistadores peninsulares, en una proporción aproximada de diez a uno,
con mayoría de hombres. México, nunca está de más repetirlo, posee un sustrato
pluriétnico y multicultural apabullante.
En este contexto vale la pena rescatar la figura del
mítico Gaspar Yanga, negro cimarrón que lucharía contra el régimen español en
el siglo XVI en pos de la libertad de los esclavos, originando así, en el año
de 1630, el primer pueblo independiente del continente americano: San Lorenzo
de los Negros, denominado a partir de 1932 con el nombre de pueblo de Yanga a
manera de homenaje al libertador. Actualmente Yanga es un territorio conocido
por la intensidad de sus carnavales.
En ese sentido, en el de los rituales festivos, la
herencia negra no puede estar más viva en sitios como Veracruz, buena parte de
Oaxaca, Michoacán y en la Costa Chica del estado de Guerrero. Baste mencionar
al vuelo instrumentos musicales como la marimba, los tambores, las sonajas, el
marimbol y sobre todo la tarima, estructura de madera con tablas ensambladas
que se percuten con el zapateado en los fandangos, estilo de baile –aunque
algunos dirían de vida– nutrido por tradiciones tanto españolas como africanas.
La presencia en la cocina afromestiza también es remarcable en lugares como
Yucatán, Campeche y Tabasco (puchero, churros, arroz con legumbres, etcétera).
Por otra parte el léxico de origen africano,
particularmente de vocablos provenientes de las lenguas bantúes, es
sencillamente abrumador. Palabras como Mocambo, Mandinga, Mozomboa, chinga, cumbia,
bamba, moronga, quilombo, marimba y zamba, entre otras vastas, son el presente
de un pasado que no puede ni debe seguirse desdeñando. A su vez apellidos como
Moreno, Pardo, Crespo o Prieto son reminiscencias de los primeros esclavos
negros en América.
Nuestra historia es también la de nuestros
ascendientes africanos, como pueden recordárnoslo algunos de nuestros próceres
más entrañables (o menos desprestigiados): José María Morelos, Vicente Guerrero
y Lázaro Cárdenas.
En tiempos como el presente, en que campea un
“empoderamiento racial”, que en mi opinión tiene más de simbólico e histórico
para los Estados Unidos en lo particular que de político e ideológico en un
sentido profundo para el planeta en general –conviene recordar que en su
momento, como senador por Chicago, Barack Obama votó a favor del muro
fronterizo que separa a México de los States–, más que caer en una
efervescencia mediática políticamente correcta en la que tendremos una
influencia de facto limitada a las habladurías, convendría voltear a la
tercera raíz que nos conforma para darle, de una vez por todas, reconocimiento
y pleno espacio, a semejanza del acto valeroso que en su momento realizaran en
México 68 los afroamericanos Tommie Smith y John Carlos al alzar su puño en
alto con un guante negro y agachar la cabeza en señal de protesta durante la
ceremonia de entrega de medallas de la prueba de los doscientos metros lisos
(cabe destacar que por dicho gesto ambos atletas no sólo serían expulsados de
sus respectivos equipos sino que jamás volverían a participar en una justa
olímpica. Es sabido también que al regreso a su país habrían de ser amenazados,
agredidos y segregados por mucho tiempo, sin el menor apoyo ni excusa del
Comité Olímpico Internacional).
Sólo me resta cerrar este texto con una cuarteta
igualitaria del célebre Negrito Poeta, pícaro trovador y dicharachero famoso
por sus composiciones ingeniosas que habría vivido según el folclor nacional a
finales de 1700 y principios de 1800:
Calla
la boca, embustero,
Y
no te jactes de blanco,
Saliste
del mismo banco,
Y
tienes el mismo cuero. ♦
Por Rafael Toriz